Las elecciones del 25 de mayo al Parlamento europeo han supuesto un verdadero terremoto para el establishment político del
continente. Mientras los dirigentes se llenaban la boca diciendo –de manera muy poco rigurosa con las leyes y sólo para que la abstención no alcanzara cifras de escándalo- que era la primera vez que se elegia directamente al Presidente de
la Comisión europea, en cada Estado las eleccions se han vivido –como siempre y también escandalosamente- en clave interna, reforzando las concepciones nacionales y sin ningún ánimo de construir una Europa verdaderamente democrática.
A posteriori cada cual ha
interpretado los resultados a conveniencia, y por eso me apunto al baile con algunas reflexiones en voz alta.
La primera, que la intervención semanal de la Cancillera alemana, Angela Merkel, en la campaña electoral,
dando “avisos para navegantes” desde la economia motor de Europa, ha sido casi la única nota “europea” de los comicios y marca una tendencia clara: los liderazgos no son gratuitos, y los votantes deben conocer con claridad quien manda. Si repasamos la hemeroteca podremos comprobar, además, que sus intervenciones no
eran interpretables sólo en clave política sino sobretodo económica: sepamos quién manda aquí (el complejo industrial alemán) y quien hace de portavoz (el político de turno). La suplantación del poder político por el poder económico se està
mostrando sin ambigüedad y representa un estadio de maduración del capitalisme
que amenaza directamente el funcionamento democrático de nuestras sociedades.
A los ciudadanos periódicamente nos cuentan -en las sucesivas elecciones- pero cada vez nos tienen menos en cuenta.
La construcción de Europa desde unos
Estados-nación fuertes que impiden, a menudo, avanzar en políticas sociales,
económicas o culturales comunes se está convirtiendo en un oxímoron, una
contradicción en sus propios términos, que únicamente dejará como salidas un mercado único –amb tendència als oligopolis- en un guirigay de opinions dominadas por cuatro o cinco estados, o bien la decepción y el desencuentro definitivos de la ciudadanía con el proyecto común europeo.
También vale la pena pararse a
pensar un momento en la llamada “amenaza del fin del bipartidismo” que
se anuncia en el Reino Unido, en España, en Francia, Alemania, Holanda y en otros países. En primer lugar porque sólo parece una amenaza para los que ven
en el bipartidismo el factor clave de estabilitat de un Estado, pero no para aquellos que ven en él un chanchullo del sistema o poco menos para mantener la
parada tal como la conocemos. Precisamente me parece que éste es el tema: cada vez somos más los que pensamos que nos están robando la capacidad de
decisión, que después de cada elección los aparatos de los partidos, en connivencia con los poderosos de la banca, la construcción, los servicios y la gran industria,
acaban traicionando sus programas y haciendo aquello que conviene a las élites; eso sí, con una
gran dosis de populismo para que la cosa trague mejor.
No se puede simplificar. A pesar de las diferencias abismales de significado, los votos de Podemos en España, del
Frente Nacional en Francia o de los euroescépticos en el Reino Unido no son sólo un voto de castigo a los partidos que han gobernado hasta ahora, sino sobretodo una manera de
denunciar la forma de hacer política, la falta de democracia real en nuestras sociedades, la excesiva facilidad para quien gestiona la cosa pública de ensuciarse las manos, defender los intereses de las élites y mantener abierta la puerta giratoria que va de la política a los consejos de administración de las grandes
compañías transnacionales.
Es imprescindible ir a la raíz del descontento: la necesidad de profundizar en la democracia participativa,
que provenga del ejercicio de una ciudadanía formada, informada y con sentido de la responsabilidad colectiva para considerar suyo aquello que es de todos, la gestión de los asuntos públicos.
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